[Texto publicado en La Vanguardia el miércoles 17 de junio 2015]
A nadie se le escapa el protagonismo que ha tenido el turismo en las recientes elecciones municipales de Barcelona. Después muchos años de debate secuestrado por las cifras que hablaban de la bonanza económica del sector, por primera vez se han puesto sobre la mesa los efectos negativos derivados de su actividad. Los problemas de convivencia, la presión en el mercado inmobiliario, la privatización de espacios públicos emblemáticos o las paupérrimas condiciones laborales del sector han sido cuestiones centrales en el debate político. Pero aunque hayamos conseguido zafarnos de la telaraña de las cifras, no son pocos los tópicos recurrentes y simplificadores a la hora de debatir sobre el turismo. El más sonado es el atajo por excelencia: el modelo turístico. Es malo y hay que cambiarlo, dicen unos. Hay que gestionar su éxito, dicen otros. Entonces inicia un baile retórico de autenticidad, sostenibilidad, calidad, responsabilidad; y todos los portavoces acaban usando los mismos conceptos para hablar de cosas diferentes. Todos dicen tener razón pero nadie convence a nadie. Y lo que es peor, ahí fuera no se mueve nada.